En la sala Villa Ricardo de las Boedegas González Byass, en Jerez, tuvo lugar, el pasado día 7, la presentación del libro Retrato de heterónimo, a cuyo autor, el poeta Domingo F. Faílde, le valiera el premio nacional de poesía Mariano Roldán en su convocatoria de 2007. Asistieron al acto numerosas personas, que llenaron el aforo de un recinto tan elegante como acogedor.
Tras las palabras de introducción, a cargo de Beatriz de la Calle, representante de la entidad anfitriona, intervino el profesor Dr. D. Francisco López Villarejo, quien hizo un breve, aunque preciso recorrido por la trayectoria poética de Faílde, para centrarse, finalmente, en Retrato de heterónimo.
El Dr. López Villarejo se refirió al desdoblamiento del autor que, a través de un heterónimo -anónimo en este caso-, habla del desencanto de su tiempo y el sentir doloroso, no sólo propio sino de todos sus contemporáneos, en versos sabiamente construidos, trenzando en ellos reflexión y emoción.
Domingo F. Faílde leyó a continuación diez poemas del libro presentado, deteniéndose a comentar las motivaciones de cada uno.
Por último, se sirvió a los presentes una copa de vino de la Casa, en torno al cual se improvisó una larga y animada tertulia.
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"... de leer puntualmente todos y cada uno de los libros que ya constituyen una obra sólida y abundante"

Conocí a Domingo F. Faílde -un empecinado ejemplo de poeta reflexivo en tiempos de cólera- cuando solo teníamos apenas veinte años y bregábamos por dar fin a la licenciatura, repartiendo nuestras energías entre la literatura, la facultad y la conspiración.
Fui testigo, y creo que primer apologista, de su primer libro, el delicioso Materia de amor. Compartimos aventuras poéticas como la edición de unos cuadernos trimestrales de poesía, Himilce, y viajamos cuanto pudimos por una España que comenzaba a desperezarse tras el largo sueño franquista. Incluso escribió un hermoso, duro y clarividente poema, absolutamente inédito, a mi primer hijo, mi hija Carmen, cuando aún estaba en el seno materno y ni siquiera sabíamos de su sexo.
De entonces acá (con las lagunas que, a veces, impone la geografía o nuestros caminos vitales) nunca he dejado de ser amigo de Domingo, de estar al corriente de sus alegrías y tristezas, de leer puntualmente todos y cada uno de los libros que ya constituyen una obra sólida y abundante. Incluso de emprender juntos alguna travesura literaria y -una anécdota
reveladora- haber sido ambos nombrados Profesores Honorarios del Instituto en que estudiamos el bachillerato y de cuyo claustro, luego, formamos parte.
Pero, sobre todo, y parafraseando a Luis Antonio de Villena refiriéndose a Joan Margarit con ocasión de la concesión del Premio Nacional de Poesía, me considero un privilegiado lector de su obra, pues creo tener la clave íntima de algunos de sus más decisivos y hermosos poemas.
Quizás por eso (y, sobre todo, a partir de libros tan magníficos como Náufrago de la lluvia, Manual de afligidos o La noche calcinada, tan llenos de dolor, de belleza, de hondura y de meditación), de entre los poetas contemporáneos, la voz de Domingo F. Faílde es la que más me toca, la que consigue llegar al interior del diapasón de mis emociones y pulsar más sabiamente la cuerda de mi sensibilidad más oculta y peligrosa.
Hoy estoy aquí, por expreso deseo del autor y para propio orgullo y satisfacción, para presentar Retrato de heterónimo, premio nacional de poesía Mariano Roldan que, tras el respiro diáfano de La sombra del celindo y la vuelta a sus orígenes analíticamente claros de Región de los
hielos perpetuos
, de nuevo nos devuelve al poeta crítico, transparentemente sagaz y tremendamente humano -además de humanista-, lleno de benevolencia que no de caridad.

"El poeta prefiere prestarle la voz a un ente creado por él, pero que asuma, también por él, el terrible papel de notario sombrío de su desencanto"

Pero vayamos ya al libro Retrato de Heterónimo que, desde su mismo título, y aún sin concederse el respiro cómodo de otorgar biografía y nombre a quien aquí se hace cargo del tremendo riesgo de representarlo -el poeta ha preferido desdoblarse, ser otro en sí, asumir que el pensamiento y la voz de su heterónimo son la propia voz- ya nos marca el camino. Un camino que, dicho sea de paso, recorrieron casi todos los grandes autores, además de los más entrañables y meditativos poetas: Fernando Pessoa, el introductor de la noción del concepto en teoría literaria y el más famoso productor de heterónimos, de los que decía eran otros de él mismo, personalidades independientes y autónomas que vivían fuera; de alguna manera, especies de alter ego u otro yo: Alvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reís, Bernardo Soares, Antonio Mora...y hasta 70, para cada uno de los cuales escribió una obra poética distinta. O Antonio Machado, que creó varios a los que llamaba apócrifos o complementarios, entre los cuales todos conocemos a Juan de Mairena, el profesor de gimnasia, y a su maestro Abel Martín, que tanto, tanto nos enseñaron.
No obstante, en esta ocasión, el poeta ha preferido presentar la obra antes que al personaje, mostrar su pensamiento primero que su biografía e incluso su nombre. Mejor, pues nada se interpone entre ambos. Aun así, el lector puede preguntarse lícitamente quién es el heterónimo creado por Domingo F. Faílde, de quién es la voz que escuchamos. ¿Tiene nombre, identidad, apellidos? En su poema Strip tease, el que inicia la segunda parte, nos dice: Yo no soy yo, / soy solo un heterónimo; / alguien a quien he prestado mi piel y mis palabras/ (...) y en el último poema, que da título al libro, aclara: No soy aquel, ni ese ni yo mismo. / No tengo voz, ni voto ni palabra (...)/ No canto. No cuento. No existo. / (...) Terrible confesión invadida de un cortante pesimismo: El poeta prefiere prestarle la voz a un ente creado por él, pero que asuma, también por él, el terrible papel de notario sombrío de su desencanto, de su abatimiento, de su desesperada melancolía, pero desde el anonimato. Lo que quizás podría ser una crueldad, sino fuera porque el mismo poeta se responsabiliza de la creación y el sortilegio, uniéndose a su heterónimo en la desolación, "Qué hago aquí, me pregunto y eso es cierto/ usurpando una luz que no es la mía..., y haciendo que éste acoja su desamparo como propio, identificándose con él y confesando finalmente el sortilegio: soy un okupa de la mansión que habito,/ no tengo nombradía ni estilo, soy un eco/ de mi mismo...
Es evidente, tras esta confesión, que la tristeza que proyecta nos acompañará a lo largo de las tres partes del libro, sentimiento que se pone especialmente de manifiesto en la tercera, La senda oscura, que, como en una partitura exactamente concebida, asume el cenit del paulatino crescendo y consigue, tras el doloroso recorrido, hacernos cómplices definitivamente.
Y, desde luego, su último poema, el más torturado y pesimista, aunque lúcido, de este conflictivo y atormentado libro que, muy por encima de la perfección formal, de ese grito de auxilio inútil exactamente trenzado que es, goza de un equilibrio extraordinario, de una intensidad tal que la misma amargura que destila, comunica, muy posiblemente por la fuerza de unos versos tan certeros, cierto sosiego, una dosis suficiente de paz como para no caer en la misma desesperación en la que parecen moverse autor y heterónimo, definitivamente identificados, unidos.
Si acaso, dejarse mecer plácidamente por el dolor sutil, por la melancolía de haber descubierto la certeza de que todo está ya consumado. De que no hay más camino ni más belleza que la descubierta, que la degustada. Que ese pesimismo es inteligente y que esa claridad, aunque demoledora, no es sino la realidad más real, aunque no sean muchos los que estén preparados para verla, entenderla y trasmitirla.

"Y es que vivir es eso: marchar hacia delante y seguir caminando, de modo que la muerte, cuando venga, haga sin más su trabajo"

Por todo ello, y ya montados en este asolador vehículo crítico y desesperanzado, el lector se siente tan hermanado al poeta y a esas sombras que nos desvela, que hasta pensamos que quizás debería haber sido más agotador, más revisionista, más inmisericorde.
Pero bien está en esa medida justa que ha sabido darle, en ese ritmo de reloj, concebido por un arquitecto meticuloso, midiendo cada tránsito como escalones que nos conducen indefectiblemente al poema final, rúbrica dolorosa pero precisa del legado que remata: Y para que seguir. Se acabó la película. / (...) En los libros de texto no ocuparé una línea. / Mi futuro es la tierra de una fosa común.
Mas no nos equivoquemos. No por esgrimir un clarividente pesimismo, al que en distinta medida y forma todos nos sentimos incardinados, es este un libro al que se pueda acceder desde el lado oscuro sin más, no. Eso sería fácil. Pero el poeta exige más: un pasaporte hecho de inteligencia y lucidez, imprescindible para acometer el empeño de navegarlo, de indagarlo en toda su profundidad. Solo así desvelará sus entrañas enriquecedoras. Es probable que a estas alturas de la vida, el inventario que propone Domingo F. Faílde sea de rigor que se haga: una mirada al mundo que se nos viene encima y otra al futuro propio, cada vez más escaso y más próximo al desenlace definitivo.
El saldo de tal balance, obvio, es el fracaso. Las perspectivas, nulas. Todo está consumado, en efecto, y todo está perdido. Et quod vides perisse perditum ducas, como dijo Catulo: da por perdido aquello que has visto perderse. He aquí la verdadera e inconfesable poética del libro: la desvergüenza, el desparpajo, el cinismo de un hombre que, a estas alturas, nada tiene que perder ni ganar.
Será tal vez por ello que la amargura de la voz lírica transmite sosiego. Pues sin existir en su fondo pátina de resignación alguna -sentimiento que, me consta, el poeta odia y desprecia-, hay en su rebeldía imprescindible una gran dosis de imperturbabilidad, aquella ataraxía de los viejos filósofos estoicos, que nada esperaban. Y es que vivir es eso: marchar hacia delante y seguir caminando, a pesar de las cuchilladas, de modo que la muerte, cuando venga, haga, sin más, su trabajo. Cabe preguntarse si acaso no será ésta su aportación nuclear a un tema, de los considerados eternos, rara vez abordado desde esta orilla agnóstica, con la pluma entintada de ironía.
No como la senda oscura, de Fray Luis de León, acomodada a la áurea mediocritas de su autor, sino como la mueca del ajusticiado, que mira con desdén a su verdugo y le espeta su último desprecio, con la altanería y superioridad que la conciencia de no esperar ninguna misericordia le confiere. He aquí la potestad del poeta y, tal vez, uno de los mayores atractivos del libro.
Más aún porque el autor se proyecta incrédulo, y por serlo, descree incluso de su propia incredulidad. Perspicaz, más que sabio, que también lo es quien ha llegado a ese nivel de reflexión, lleva en sus manos la perenne antorcha que abre el camino del devenir. Sin ser vidente, ve, consecuencia del hábito de aprehender, analizar y, en fin, desvelar lo que celan las cosas. Esto, que dádiva parece de los dioses, constituye no obstante una fuente de sufrimiento, cuyo caudal no se agota nunca. La realidad posee una elocuencia admirable. Las cosas hablan, sí, nos hablan en su idioma y es preciso escucharlas, traducirlas y adecuar su discurso a nuestra propia cosmovisión. O al revés.

"Su certero ojo ha conseguido, una vez más, contarnos a través de similitudes y metáforas cómo su mundo es el de todos y su drama también"

En fin, podríamos hablar, poema por poema, durante horas. Son fruto de una evolución espléndida, de un decantado riguroso que, como en los buenos champañas, lo mejora. Creo que hay que agradecerle a este extraordinario poeta, a este hombre humanista, cultísimo, artífice, modelador y creador del lenguaje, que nos regale tanta belleza y placer con cada libro, pero especialmente con éste que, además del premio conseguido por voluntad de un exigente e importante jurado, estoy convencido de que sorprenderá y cautivará a quien lo lea.
El sello poesía de la experiencia que alguien ha asignado a la obra de Domingo F. Faílde (nunca afortunado del todo: demasiados poetas y pretendidos poetas lo ostentan) queda corto para su poesía. Poesía que habría que enmarcar dentro de la corriente de existencialismo meditativo, si somos capaces de podar de connotaciones tópicas ambos términos.
En plena y rica madurez, Domingo F. Faílde recibe el premio Mariano Roldan por un libro que es una crónica cruelmente inteligente del fracaso del individuo. Las tres partes en que trascurre, La voz en el espejo, Fronteras y La senda oscura, no son sino el trasunto de nuestra propia vida, heterónimos también, del amargo devenir de la existencia: Lo que resulta indicativo del estado anímico de la misma sociedad de la que el poeta es aquí un notario.
Y, aunque como ocurre a menudo, todo premio es un azar, en éste, el jurado ha sabido apreciar el profundo sentido de las palabras del autor, el sutil pensamiento del autor: su certero ojo ha conseguido una vez más -pero en esta ocasión de forma especialmente clarificadora- contarnos a través de similitudes y metáforas cómo su mundo es el de todos y su drama también. Nos debatimos con una vida cruel y bella al mismo tiempo: dos realidades indisolubles, indiseccionables.
La poesía de Domingo F. Faílde no ha dado saltos en el vacío, se ha limitado a seguir buscando la hondura, sabiendo que melancolía, sensibilidad, belleza y aun sentimentalismo, no pueden ni deben estar negados. Y certificando (por si hiciese falta) que la claridad no es sólo la cortesía del filósofo sino la fuerza de una mente brillante y emocionada.
Como la de este extraordinario poeta, que hoy nos premia con un libro recurrente e inolvidable.

© Francisco López Villarejo