Conocí a Domingo F. Faílde -un empecinado ejemplo de poeta reflexivo en tiempos de cólera- cuando solo teníamos apenas veinte años y bregábamos por dar fin a la licenciatura, repartiendo nuestras energías entre la literatura, la facultad y la conspiración.
Fui testigo, y creo que primer apologista, de su primer libro, el delicioso Materia de amor. Compartimos aventuras poéticas como la edición de unos cuadernos trimestrales de poesía, Himilce, y viajamos cuanto pudimos por una España que comenzaba a desperezarse tras el largo sueño franquista. Incluso escribió un hermoso, duro y clarividente poema, absolutamente inédito, a mi primer hijo, mi hija Carmen, cuando aún estaba en el seno materno y ni siquiera sabíamos de su sexo.
De entonces acá (con las lagunas que, a veces, impone la geografía o nuestros caminos vitales) nunca he dejado de ser amigo de Domingo, de estar al corriente de sus alegrías y tristezas, de leer puntualmente todos y cada uno de los libros que ya constituyen una obra sólida y abundante. Incluso de emprender juntos alguna travesura literaria y -una anécdota
reveladora- haber sido ambos nombrados Profesores Honorarios del Instituto en que estudiamos el bachillerato y de cuyo claustro, luego, formamos parte.
Pero, sobre todo, y parafraseando a Luis Antonio de Villena refiriéndose a Joan Margarit con ocasión de la concesión del Premio Nacional de Poesía, me considero un privilegiado lector de su obra, pues creo tener la clave íntima de algunos de sus más decisivos y hermosos poemas.
Quizás por eso (y, sobre todo, a partir de libros tan magníficos como Náufrago de la lluvia, Manual de afligidos o La noche calcinada, tan llenos de dolor, de belleza, de hondura y de meditación), de entre los poetas contemporáneos, la voz de Domingo F. Faílde es la que más me toca, la que consigue llegar al interior del diapasón de mis emociones y pulsar más sabiamente la cuerda de mi sensibilidad más oculta y peligrosa.
Hoy estoy aquí, por expreso deseo del autor y para propio orgullo y satisfacción, para presentar Retrato de heterónimo, premio nacional de poesía Mariano Roldan que, tras el respiro diáfano de La sombra del celindo y la vuelta a sus orígenes analíticamente claros de Región de los
hielos perpetuos, de nuevo nos devuelve al poeta crítico, transparentemente sagaz y tremendamente humano -además de humanista-, lleno de benevolencia que no de caridad.
Fui testigo, y creo que primer apologista, de su primer libro, el delicioso Materia de amor. Compartimos aventuras poéticas como la edición de unos cuadernos trimestrales de poesía, Himilce, y viajamos cuanto pudimos por una España que comenzaba a desperezarse tras el largo sueño franquista. Incluso escribió un hermoso, duro y clarividente poema, absolutamente inédito, a mi primer hijo, mi hija Carmen, cuando aún estaba en el seno materno y ni siquiera sabíamos de su sexo.
De entonces acá (con las lagunas que, a veces, impone la geografía o nuestros caminos vitales) nunca he dejado de ser amigo de Domingo, de estar al corriente de sus alegrías y tristezas, de leer puntualmente todos y cada uno de los libros que ya constituyen una obra sólida y abundante. Incluso de emprender juntos alguna travesura literaria y -una anécdota
reveladora- haber sido ambos nombrados Profesores Honorarios del Instituto en que estudiamos el bachillerato y de cuyo claustro, luego, formamos parte.
Pero, sobre todo, y parafraseando a Luis Antonio de Villena refiriéndose a Joan Margarit con ocasión de la concesión del Premio Nacional de Poesía, me considero un privilegiado lector de su obra, pues creo tener la clave íntima de algunos de sus más decisivos y hermosos poemas.
Quizás por eso (y, sobre todo, a partir de libros tan magníficos como Náufrago de la lluvia, Manual de afligidos o La noche calcinada, tan llenos de dolor, de belleza, de hondura y de meditación), de entre los poetas contemporáneos, la voz de Domingo F. Faílde es la que más me toca, la que consigue llegar al interior del diapasón de mis emociones y pulsar más sabiamente la cuerda de mi sensibilidad más oculta y peligrosa.
Hoy estoy aquí, por expreso deseo del autor y para propio orgullo y satisfacción, para presentar Retrato de heterónimo, premio nacional de poesía Mariano Roldan que, tras el respiro diáfano de La sombra del celindo y la vuelta a sus orígenes analíticamente claros de Región de los
hielos perpetuos, de nuevo nos devuelve al poeta crítico, transparentemente sagaz y tremendamente humano -además de humanista-, lleno de benevolencia que no de caridad.