Por todo ello, y ya montados en este asolador vehículo crítico y desesperanzado, el lector se siente tan hermanado al poeta y a esas sombras que nos desvela, que hasta pensamos que quizás debería haber sido más agotador, más revisionista, más inmisericorde.
Pero bien está en esa medida justa que ha sabido darle, en ese ritmo de reloj, concebido por un arquitecto meticuloso, midiendo cada tránsito como escalones que nos conducen indefectiblemente al poema final, rúbrica dolorosa pero precisa del legado que remata: Y para que seguir. Se acabó la película. / (...) En los libros de texto no ocuparé una línea. / Mi futuro es la tierra de una fosa común.
Mas no nos equivoquemos. No por esgrimir un clarividente pesimismo, al que en distinta medida y forma todos nos sentimos incardinados, es este un libro al que se pueda acceder desde el lado oscuro sin más, no. Eso sería fácil. Pero el poeta exige más: un pasaporte hecho de inteligencia y lucidez, imprescindible para acometer el empeño de navegarlo, de indagarlo en toda su profundidad. Solo así desvelará sus entrañas enriquecedoras. Es probable que a estas alturas de la vida, el inventario que propone Domingo F. Faílde sea de rigor que se haga: una mirada al mundo que se nos viene encima y otra al futuro propio, cada vez más escaso y más próximo al desenlace definitivo.
El saldo de tal balance, obvio, es el fracaso. Las perspectivas, nulas. Todo está consumado, en efecto, y todo está perdido. Et quod vides perisse perditum ducas, como dijo Catulo: da por perdido aquello que has visto perderse. He aquí la verdadera e inconfesable poética del libro: la desvergüenza, el desparpajo, el cinismo de un hombre que, a estas alturas, nada tiene que perder ni ganar.
Será tal vez por ello que la amargura de la voz lírica transmite sosiego. Pues sin existir en su fondo pátina de resignación alguna -sentimiento que, me consta, el poeta odia y desprecia-, hay en su rebeldía imprescindible una gran dosis de imperturbabilidad, aquella ataraxía de los viejos filósofos estoicos, que nada esperaban. Y es que vivir es eso: marchar hacia delante y seguir caminando, a pesar de las cuchilladas, de modo que la muerte, cuando venga, haga, sin más, su trabajo. Cabe preguntarse si acaso no será ésta su aportación nuclear a un tema, de los considerados eternos, rara vez abordado desde esta orilla agnóstica, con la pluma entintada de ironía.
No como la senda oscura, de Fray Luis de León, acomodada a la áurea mediocritas de su autor, sino como la mueca del ajusticiado, que mira con desdén a su verdugo y le espeta su último desprecio, con la altanería y superioridad que la conciencia de no esperar ninguna misericordia le confiere. He aquí la potestad del poeta y, tal vez, uno de los mayores atractivos del libro.
Más aún porque el autor se proyecta incrédulo, y por serlo, descree incluso de su propia incredulidad. Perspicaz, más que sabio, que también lo es quien ha llegado a ese nivel de reflexión, lleva en sus manos la perenne antorcha que abre el camino del devenir. Sin ser vidente, ve, consecuencia del hábito de aprehender, analizar y, en fin, desvelar lo que celan las cosas. Esto, que dádiva parece de los dioses, constituye no obstante una fuente de sufrimiento, cuyo caudal no se agota nunca. La realidad posee una elocuencia admirable. Las cosas hablan, sí, nos hablan en su idioma y es preciso escucharlas, traducirlas y adecuar su discurso a nuestra propia cosmovisión. O al revés.
Pero bien está en esa medida justa que ha sabido darle, en ese ritmo de reloj, concebido por un arquitecto meticuloso, midiendo cada tránsito como escalones que nos conducen indefectiblemente al poema final, rúbrica dolorosa pero precisa del legado que remata: Y para que seguir. Se acabó la película. / (...) En los libros de texto no ocuparé una línea. / Mi futuro es la tierra de una fosa común.
Mas no nos equivoquemos. No por esgrimir un clarividente pesimismo, al que en distinta medida y forma todos nos sentimos incardinados, es este un libro al que se pueda acceder desde el lado oscuro sin más, no. Eso sería fácil. Pero el poeta exige más: un pasaporte hecho de inteligencia y lucidez, imprescindible para acometer el empeño de navegarlo, de indagarlo en toda su profundidad. Solo así desvelará sus entrañas enriquecedoras. Es probable que a estas alturas de la vida, el inventario que propone Domingo F. Faílde sea de rigor que se haga: una mirada al mundo que se nos viene encima y otra al futuro propio, cada vez más escaso y más próximo al desenlace definitivo.
El saldo de tal balance, obvio, es el fracaso. Las perspectivas, nulas. Todo está consumado, en efecto, y todo está perdido. Et quod vides perisse perditum ducas, como dijo Catulo: da por perdido aquello que has visto perderse. He aquí la verdadera e inconfesable poética del libro: la desvergüenza, el desparpajo, el cinismo de un hombre que, a estas alturas, nada tiene que perder ni ganar.
Será tal vez por ello que la amargura de la voz lírica transmite sosiego. Pues sin existir en su fondo pátina de resignación alguna -sentimiento que, me consta, el poeta odia y desprecia-, hay en su rebeldía imprescindible una gran dosis de imperturbabilidad, aquella ataraxía de los viejos filósofos estoicos, que nada esperaban. Y es que vivir es eso: marchar hacia delante y seguir caminando, a pesar de las cuchilladas, de modo que la muerte, cuando venga, haga, sin más, su trabajo. Cabe preguntarse si acaso no será ésta su aportación nuclear a un tema, de los considerados eternos, rara vez abordado desde esta orilla agnóstica, con la pluma entintada de ironía.
No como la senda oscura, de Fray Luis de León, acomodada a la áurea mediocritas de su autor, sino como la mueca del ajusticiado, que mira con desdén a su verdugo y le espeta su último desprecio, con la altanería y superioridad que la conciencia de no esperar ninguna misericordia le confiere. He aquí la potestad del poeta y, tal vez, uno de los mayores atractivos del libro.
Más aún porque el autor se proyecta incrédulo, y por serlo, descree incluso de su propia incredulidad. Perspicaz, más que sabio, que también lo es quien ha llegado a ese nivel de reflexión, lleva en sus manos la perenne antorcha que abre el camino del devenir. Sin ser vidente, ve, consecuencia del hábito de aprehender, analizar y, en fin, desvelar lo que celan las cosas. Esto, que dádiva parece de los dioses, constituye no obstante una fuente de sufrimiento, cuyo caudal no se agota nunca. La realidad posee una elocuencia admirable. Las cosas hablan, sí, nos hablan en su idioma y es preciso escucharlas, traducirlas y adecuar su discurso a nuestra propia cosmovisión. O al revés.