No obstante, en esta ocasión, el poeta ha preferido presentar la obra antes que al personaje, mostrar su pensamiento primero que su biografía e incluso su nombre. Mejor, pues nada se interpone entre ambos. Aun así, el lector puede preguntarse lícitamente quién es el heterónimo creado por Domingo F. Faílde, de quién es la voz que escuchamos. ¿Tiene nombre, identidad, apellidos? En su poema Strip tease, el que inicia la segunda parte, nos dice: Yo no soy yo, / soy solo un heterónimo; / alguien a quien he prestado mi piel y mis palabras/ (...) y en el último poema, que da título al libro, aclara: No soy aquel, ni ese ni yo mismo. / No tengo voz, ni voto ni palabra (...)/ No canto. No cuento. No existo. / (...) Terrible confesión invadida de un cortante pesimismo: El poeta prefiere prestarle la voz a un ente creado por él, pero que asuma, también por él, el terrible papel de notario sombrío de su desencanto, de su abatimiento, de su desesperada melancolía, pero desde el anonimato. Lo que quizás podría ser una crueldad, sino fuera porque el mismo poeta se responsabiliza de la creación y el sortilegio, uniéndose a su heterónimo en la desolación, "Qué hago aquí, me pregunto y eso es cierto/ usurpando una luz que no es la mía..., y haciendo que éste acoja su desamparo como propio, identificándose con él y confesando finalmente el sortilegio: soy un okupa de la mansión que habito,/ no tengo nombradía ni estilo, soy un eco/ de mi mismo...
Es evidente, tras esta confesión, que la tristeza que proyecta nos acompañará a lo largo de las tres partes del libro, sentimiento que se pone especialmente de manifiesto en la tercera, La senda oscura, que, como en una partitura exactamente concebida, asume el cenit del paulatino crescendo y consigue, tras el doloroso recorrido, hacernos cómplices definitivamente.
Y, desde luego, su último poema, el más torturado y pesimista, aunque lúcido, de este conflictivo y atormentado libro que, muy por encima de la perfección formal, de ese grito de auxilio inútil exactamente trenzado que es, goza de un equilibrio extraordinario, de una intensidad tal que la misma amargura que destila, comunica, muy posiblemente por la fuerza de unos versos tan certeros, cierto sosiego, una dosis suficiente de paz como para no caer en la misma desesperación en la que parecen moverse autor y heterónimo, definitivamente identificados, unidos.
Si acaso, dejarse mecer plácidamente por el dolor sutil, por la melancolía de haber descubierto la certeza de que todo está ya consumado. De que no hay más camino ni más belleza que la descubierta, que la degustada. Que ese pesimismo es inteligente y que esa claridad, aunque demoledora, no es sino la realidad más real, aunque no sean muchos los que estén preparados para verla, entenderla y trasmitirla.