Pero vayamos ya al libro Retrato de Heterónimo que, desde su mismo título, y aún sin concederse el respiro cómodo de otorgar biografía y nombre a quien aquí se hace cargo del tremendo riesgo de representarlo -el poeta ha preferido desdoblarse, ser otro en sí, asumir que el pensamiento y la voz de su heterónimo son la propia voz- ya nos marca el camino. Un camino que, dicho sea de paso, recorrieron casi todos los grandes autores, además de los más entrañables y meditativos poetas: Fernando Pessoa, el introductor de la noción del concepto en teoría literaria y el más famoso productor de heterónimos, de los que decía eran otros de él mismo, personalidades independientes y autónomas que vivían fuera; de alguna manera, especies de alter ego u otro yo: Alvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reís, Bernardo Soares, Antonio Mora...y hasta 70, para cada uno de los cuales escribió una obra poética distinta. O Antonio Machado, que creó varios a los que llamaba apócrifos o complementarios, entre los cuales todos conocemos a Juan de Mairena, el profesor de gimnasia, y a su maestro Abel Martín, que tanto, tanto nos enseñaron.
No obstante, en esta ocasión, el poeta ha preferido presentar la obra antes que al personaje, mostrar su pensamiento primero que su biografía e incluso su nombre. Mejor, pues nada se interpone entre ambos. Aun así, el lector puede preguntarse lícitamente quién es el heterónimo creado por Domingo F. Faílde, de quién es la voz que escuchamos. ¿Tiene nombre, identidad, apellidos? En su poema Strip tease, el que inicia la segunda parte, nos dice: Yo no soy yo, / soy solo un heterónimo; / alguien a quien he prestado mi piel y mis palabras/ (...) y en el último poema, que da título al libro, aclara: No soy aquel, ni ese ni yo mismo. / No tengo voz, ni voto ni palabra (...)/ No canto. No cuento. No existo. / (...) Terrible confesión invadida de un cortante pesimismo: El poeta prefiere prestarle la voz a un ente creado por él, pero que asuma, también por él, el terrible papel de notario sombrío de su desencanto, de su abatimiento, de su desesperada melancolía, pero desde el anonimato. Lo que quizás podría ser una crueldad, sino fuera porque el mismo poeta se responsabiliza de la creación y el sortilegio, uniéndose a su heterónimo en la desolación, "Qué hago aquí, me pregunto y eso es cierto/ usurpando una luz que no es la mía..., y haciendo que éste acoja su desamparo como propio, identificándose con él y confesando finalmente el sortilegio: soy un okupa de la mansión que habito,/ no tengo nombradía ni estilo, soy un eco/ de mi mismo...
Es evidente, tras esta confesión, que la tristeza que proyecta nos acompañará a lo largo de las tres partes del libro, sentimiento que se pone especialmente de manifiesto en la tercera, La senda oscura, que, como en una partitura exactamente concebida, asume el cenit del paulatino crescendo y consigue, tras el doloroso recorrido, hacernos cómplices definitivamente.
Y, desde luego, su último poema, el más torturado y pesimista, aunque lúcido, de este conflictivo y atormentado libro que, muy por encima de la perfección formal, de ese grito de auxilio inútil exactamente trenzado que es, goza de un equilibrio extraordinario, de una intensidad tal que la misma amargura que destila, comunica, muy posiblemente por la fuerza de unos versos tan certeros, cierto sosiego, una dosis suficiente de paz como para no caer en la misma desesperación en la que parecen moverse autor y heterónimo, definitivamente identificados, unidos.
Si acaso, dejarse mecer plácidamente por el dolor sutil, por la melancolía de haber descubierto la certeza de que todo está ya consumado. De que no hay más camino ni más belleza que la descubierta, que la degustada. Que ese pesimismo es inteligente y que esa claridad, aunque demoledora, no es sino la realidad más real, aunque no sean muchos los que estén preparados para verla, entenderla y trasmitirla.
No obstante, en esta ocasión, el poeta ha preferido presentar la obra antes que al personaje, mostrar su pensamiento primero que su biografía e incluso su nombre. Mejor, pues nada se interpone entre ambos. Aun así, el lector puede preguntarse lícitamente quién es el heterónimo creado por Domingo F. Faílde, de quién es la voz que escuchamos. ¿Tiene nombre, identidad, apellidos? En su poema Strip tease, el que inicia la segunda parte, nos dice: Yo no soy yo, / soy solo un heterónimo; / alguien a quien he prestado mi piel y mis palabras/ (...) y en el último poema, que da título al libro, aclara: No soy aquel, ni ese ni yo mismo. / No tengo voz, ni voto ni palabra (...)/ No canto. No cuento. No existo. / (...) Terrible confesión invadida de un cortante pesimismo: El poeta prefiere prestarle la voz a un ente creado por él, pero que asuma, también por él, el terrible papel de notario sombrío de su desencanto, de su abatimiento, de su desesperada melancolía, pero desde el anonimato. Lo que quizás podría ser una crueldad, sino fuera porque el mismo poeta se responsabiliza de la creación y el sortilegio, uniéndose a su heterónimo en la desolación, "Qué hago aquí, me pregunto y eso es cierto/ usurpando una luz que no es la mía..., y haciendo que éste acoja su desamparo como propio, identificándose con él y confesando finalmente el sortilegio: soy un okupa de la mansión que habito,/ no tengo nombradía ni estilo, soy un eco/ de mi mismo...
Es evidente, tras esta confesión, que la tristeza que proyecta nos acompañará a lo largo de las tres partes del libro, sentimiento que se pone especialmente de manifiesto en la tercera, La senda oscura, que, como en una partitura exactamente concebida, asume el cenit del paulatino crescendo y consigue, tras el doloroso recorrido, hacernos cómplices definitivamente.
Y, desde luego, su último poema, el más torturado y pesimista, aunque lúcido, de este conflictivo y atormentado libro que, muy por encima de la perfección formal, de ese grito de auxilio inútil exactamente trenzado que es, goza de un equilibrio extraordinario, de una intensidad tal que la misma amargura que destila, comunica, muy posiblemente por la fuerza de unos versos tan certeros, cierto sosiego, una dosis suficiente de paz como para no caer en la misma desesperación en la que parecen moverse autor y heterónimo, definitivamente identificados, unidos.
Si acaso, dejarse mecer plácidamente por el dolor sutil, por la melancolía de haber descubierto la certeza de que todo está ya consumado. De que no hay más camino ni más belleza que la descubierta, que la degustada. Que ese pesimismo es inteligente y que esa claridad, aunque demoledora, no es sino la realidad más real, aunque no sean muchos los que estén preparados para verla, entenderla y trasmitirla.